
Comida, influencers y followers: ¿nos volvimos tontos con el menú?
Vivimos un tiempo raro, híbrido, en el que no sabemos si hablar de tendencias o de modas, de productos o de contenidos, de consumo o de espectáculo.
Lo cierto es que la frontera se ha diluido: un producto deja de ser simplemente un objeto de compra y pasa a convertirse en un “statement” viral, en una prueba de pertenencia, en una foto en tu feed.
La fórmula se repite: producto de moda + influencer con Instagram petado = fórmula ganadora.
La pregunta es cuánto dura esa ecuación y qué implica para el consumidor y para las marcas.
De la hamburguesa al mito digital
El caso de MrBeast Burger es paradigmático. Jimmy Donaldson, más conocido como MrBeast, no inventó la hamburguesa ni descubrió la pólvora gastronómica. Lo que hizo fue inyectarle a un producto universal y casi banal la fuerza de su audiencia. Millones de jóvenes que consumen sus retos imposibles en YouTube se encontraron, de pronto, con la posibilidad de comerse un trozo de su influencer favorito. La hamburguesa era un producto, sí. Pero sobre todo era una extensión de la narrativa MrBeast.
En cuestión de meses, las colas, los pedidos y el ruido mediático demostraron algo inquietante: la materia prima ya no era la carne, sino la atención. Y eso es lo que comieron millones de personas, entre pan y pan.
Erewhon: la catedral del smoothie
Otro caso fascinante es Erewhon, ese supermercado angelino convertido en laboratorio de culto. Allí, los batidos no son simples mezclas de espinacas, dátiles y proteína vegana, sino objetos de deseo firmados por celebridades. Un “Hailey Bieber Smoothie” o un “Kourtney Kardashian x Poosh” no son recetas, sino identidades portátiles. Compras uno y compras, durante unos minutos, la ilusión de formar parte del círculo exclusivo que dicta la estética de Instagram.
El precio desorbitado —un smoothie que puede costar 18 dólares— no frena el consumo. Al contrario: refuerza la idea de estar participando en un ritual aspiracional. Lo que se bebe no es batido: es pertenencia.
Cuatro fórmulas que repiten el patrón
Pero no son casos aislados. La ecuación se replica en sectores y geografías distintas:
Prime Hydration (Logan Paul & KSI)
Dos youtubers con millones de seguidores lanzan una bebida isotónica. Resultado: estanterías vacías, reventas en eBay por precios ridículos, adolescentes obsesionados con fotografiarse con la botella. El sabor importa poco. El branding importa todo.Travis Scott x McDonald’s Meal
El rapero no inventó la hamburguesa con queso, pero su nombre la convirtió en fenómeno cultural. Camisetas, merchandising, colas kilométricas. En 2020, fue uno de los menús más vendidos de la historia de la cadena.Kylie Cosmetics
Kylie Jenner convirtió su cuenta de Instagram en una fábrica de equity. No solo vendía labiales: vendía el acceso a su estética, su estilo de vida y su narrativa visual. En 2019, vendió parte de la compañía a Coty por 600 millones de dólares. ¿Qué compraba Coty? Más que un negocio: compraba su comunidad cautiva.Chamberlain Coffee (Emma Chamberlain)
Una influencer con estética caótica y realista se reinventa como gurú del café. Su marca no compite por calidad, sino por identidad: beber ese café es decir “soy parte de este humor irónico, de este lifestyle digital”.
¿Estamos consumiendo productos o nombres?
Aquí la reflexión es inevitable: ya no compramos tanto el producto como la narrativa que lo envuelve.
Lo que en otro tiempo llamábamos “marca” hoy se multiplica con el algoritmo. Antes la marca la construían las agencias y los creativos.
Ahora, la marca se confunde con la identidad digital de una persona: su Instagram es su equity, su TikTok su línea de producción, su engagement su cadena de distribución.
Estamos consumiendo nombres. O, más bien, feeds. Nos tragamos un smoothie con el mismo apetito que un carrusel de fotos.
La diferencia entre lo sólido y lo líquido, lo tangible y lo intangible, se diluye hasta desaparecer.
¿Fórmula sostenible o burbuja exprés?
El gran interrogante es si esta ecuación es sostenible.
La respuesta, probablemente, es ambigua.
A corto plazo, funciona:
la excitación de pertenecer,
la viralidad inmediata,
la novedad.
A medio plazo, se desgasta. ¿Por qué? Porque la atención es un recurso escaso y volátil. Lo que hoy es novedad mañana es saturación.
El riesgo para las marcas es que se conviertan en fuegos artificiales: brillan intensamente, generan ruido, pero desaparecen rápido.
Lo que perdura no es el smoothie ni la hamburguesa, sino la capacidad del influencer de reinventar constantemente su magnetismo.
¿Quién compra a quién?
Otro fenómeno curioso: no son solo los influencers quienes lanzan productos. Son también las grandes compañías quienes compran a los influencers por sus followers. Coty comprando Kylie Cosmetics. Nestlé invirtiendo en startups que nacen como cuentas de Instagram antes que como fábricas de galletas. El equity ya no es tanto la receta o la fórmula del producto, sino la comunidad cautiva que lo respalda.
Es como si las empresas hubieran entendido que los followers son el nuevo petróleo: se extraen, se monetizan, se refinan en forma de ventas. Una cuenta con diez millones de seguidores no es un perfil personal: es un canal de distribución listo para enchufar productos.
La paradoja del consumo aspiracional
La paradoja es que, como consumidores, creemos estar eligiendo libremente. Compramos el smoothie de Erewhon porque “nos apetece”. Pero en realidad lo compramos porque está diseñado para ser fotografiado, porque
activa un código social
que nos coloca en cierto estatus
dentro de nuestra tribu digital.
Es un consumo aspiracional que ya no depende de poseer un coche de lujo o una joya, sino de participar en micro-rituales virales: beber la botella correcta, probar la hamburguesa correcta, usar el pintalabios correcto.
¿Y después qué?
La gran pregunta es si esta dinámica se consolidará o será devorada por su propia saturación. Una hipótesis: sobrevivirán aquellos modelos que logren trascender la colaboración puntual y construir ecosistemas de valor real. Marcas que empiecen como hype, pero que desarrollen luego identidad sólida, productos consistentes y comunidad más allá del “yo estuve ahí”.
En paralelo, veremos cómo se intensifica la compraventa de cuentas e identidades digitales. Invertir en un influencer será cada vez más parecido a invertir en una fábrica. Pero en lugar de producir yogures o champús, produce atención empaquetada.
La ecuación
producto + influencer con followers
=
fórmula ganadora
funciona.
Pero es, sobre todo, un espejismo rentable. Alimenta la ilusión de que consumimos objetos, cuando en realidad consumimos identidades digitales.
La hamburguesa de MrBeast, el smoothie de Erewhon, el café de Emma Chamberlain o la bebida Prime no son productos: son capítulos de un storytelling global en el que cada consumidor paga por sentirse protagonista, aunque sea durante un sorbo.
La sostenibilidad de este modelo dependerá de si esas marcas logran evolucionar de espectáculo a consistencia. Mientras tanto, seguimos comprando nombres, hashtags y followers, con la esperanza de que el algoritmo también nos devuelva un poco de esa magia que nunca existió.
Eva.